Una subasta fallida en Tokio puede parecer, a simple vista, un evento técnico, acotado, de bajo impacto. Pero no lo fue.

La semana pasada, Japón ofreció al mercado bonos soberanos a 20 años. Era una operación más dentro del calendario financiero global. Sin embargo, la demanda fue tan escasa, tan fría y tan cargada de desconfianza que el resultado encendió alarmas en bancos centrales, despachos ministeriales y terminales Bloomberg de todo el planeta. Fue la peor subasta de ese tipo desde 1987. Y para muchos, fue algo más que una señal: fue el primer eslabón de una cadena que amenaza con romperse.

“Es el canario en la mina del riesgo de duración”, escribieron analistas de Goldman Sachs.
“Podría ser el comienzo del Armagedón financiero”, advirtió Société Générale en un informe demoledor.

El epicentro, una economía que lleva décadas conviviendo con una montaña de deuda pública: Japón, con un ratio que ya roza el 263% de su PBI. La onda expansiva, sin embargo, alcanza a todo el G7. Estados Unidos, con un nivel de endeudamiento equivalente al 124% de su economía, también empieza a transpirar. En Europa, Italia y Francia ya bordean los límites de sostenibilidad. El Reino Unido y Canadá se suman al pelotón de los tres dígitos.

Lo que ocurre es más profundo que una simple distorsión en los precios de los bonos. Lo que se tambalea es el andamiaje construido durante más de una década de tasas ultrabajas, emisión sin freno y estímulos fiscales casi permanentes, primero por la crisis del 2008 y luego por la pandemia.

Ese ciclo llegó a su techo. Y lo que sigue es ajuste, volatilidad y redistribución de capital.

Según el informe de Société Générale, los grandes fondos institucionales japoneses fueron durante años compradores netos de deuda soberana extranjera, sobre todo estadounidense, financiados por un “carry trade” en yenes. Hoy, con los retornos de los bonos del Tesoro cubiertos en negativo y la inflación japonesa por encima de la estadounidense, esa estrategia dejó de ser rentable. Y los flujos empiezan a replegarse.

Lo grave no es solo el repliegue. Es la velocidad con la que ocurre. Los rendimientos de los bonos a largo plazo —esos que miden el humor fiscal del mundo— suben fuerte. La prima por plazo crece. El riesgo de tener el dinero atado durante décadas sin saber si se cobrará en moneda sólida se ha vuelto incómodo.

Los emergentes en el espejo

Y en medio de este temblor, una ventana se abre para los países emergentes. ¿Puede América Latina —Argentina incluida— atraer parte de ese capital en fuga? La respuesta es sí, pero con asteriscos.

“Si muestran disciplina fiscal, estabilidad institucional y claridad política, podrían captar flujos”, explican desde Aurum Valores.

No es casual que los operadores ya hablen de una nueva “reasignación global de portafolios”. En ese juego, los emergentes con mejor perfil crediticio pueden beneficiarse. Pero el margen es estrecho y el contexto, frágil.

Mientras tanto, el deterioro fiscal no se detiene. Moody’s ya bajó la nota máxima a Estados Unidos. Y en Japón, cada punto de interés adicional que se paga por refinanciar deuda es un golpe al gasto público, en una economía envejecida y estancada.

Donde Japón cae, otros pueden seguir.
La tensión crece. Y los mercados  con el oído fino ante cada subasta, cada tasa, cada señal  ya no preguntan si habrá una crisis de deuda. Se preguntan cuándo.