El 21 de mayo no fue un día cualquiera. A esa altura del mes, en San Miguel de Tucumán, el otoño empezaba a sentirse más fuerte en los patios escolares y en las canchas donde la rutina adolescente transcurre entre pelotas, risas y sueños a medio escribir. Pero para Felipe Córdoba, de 17 años, el calendario dio un giro inesperado.
Ese día, un accidente cerebrovascular (ACV) alteró brutalmente el curso de su vida. Lo que vino después fue la urgencia, el traslado al Hospital Padilla, la incertidumbre clínica y la sensación —para muchos— de que algo injusto acababa de sucederle a alguien que apenas estaba comenzando a vivir.
Pero también pasó algo más.
Pasó que su historia encendió una llama que parecía dormida: la del sentido de comunidad, ese impulso colectivo que aparece cuando alguien cae y el resto se niega a soltarlo. La familia salesiana fue la primera en reaccionar. Docentes, alumnos, vecinos, sacerdotes y desconocidos empezaron a trenzarse en una cadena invisible pero poderosa: la oración.
El caso de Felipe no fue tapa de diarios ni tendencia nacional, pero tocó profundamente a quienes lo conocen y a muchos que no. Porque Felipe —alumno, futbolero, buen compañero— se convirtió, sin quererlo, en símbolo de algo que parecía extraviado: la fe como gesto colectivo. No importó la religión, ni la edad, ni la distancia. Lo que se activó fue un movimiento espiritual que transformó la angustia en presencia, el miedo en abrazo, y el dolor en propósito.
Hoy, mientras continúa su recuperación, su nombre todavía se pronuncia con ternura y fuerza en pasillos escolares, en altares improvisados y en grupos de WhatsApp que no se resignan al silencio. Porque Felipe no está solo. Y porque su lucha —más allá del diagnóstico y el pronóstico— ya es testimonio de algo más grande: lo que ocurre cuando un pueblo entero decide no abandonar la esperanza.

