El sol todavía no ganaba fuerza cuando un estruendo quebró la rutina matinal de la Ruta 301, a la altura del kilómetro 17,5, frente al parque industrial de Lules. Eran cerca de las ocho, y en el aire ya se respiraba la urgencia: sirenas, gritos y un caos vehicular difícil de ordenar.
Un adolescente de 15 años había robado un Volkswagen Bora y huía a toda velocidad de la policía. Lo hacía sin mirar atrás, dejando una estela de riesgo sobre el asfalto. Nadie imaginaba que la carrera terminaría pocos kilómetros después, con el cuerpo del menor inmovilizado entre fierros retorcidos.
El impacto fue frontal, brutal, y contra dos vehículos que venían en sentido contrario: un Volkswagen Polo y un Fiat Strada. El estruendo fue tal que algunos testigos pensaron que se trataba de una explosión.
Los conductores de los otros dos autos —ambos mayores, ambos conscientes— salieron con lesiones leves. “Fue un milagro”, diría uno de los oficiales que llegó primero al lugar. “Pudo haber sido una tragedia”.
El chico, en cambio, no tuvo la misma suerte. Sufrió fracturas y fue trasladado de urgencia a un centro asistencial, donde permanece bajo observación. No se informó su estado con precisión, pero las fuentes médicas aseguraron que está fuera de peligro.
La ruta estuvo cortada por horas. La escena combinaba la lógica de una investigación con la crudeza de un drama urbano: patrulleros, peritos, curiosos. Y en el centro, una pregunta que se repite cada vez más: ¿cómo acceden los menores a vehículos robados? ¿Cómo empieza —y cuándo termina— esa cadena de decisiones que los arrastra hacia el delito?
La fiscalía de turno ya investiga el caso, y desde la Policía intentan reconstruir los minutos previos al choque. La fuga, el robo, la persecución. Todo está bajo la lupa. Pero el dato duro no se borra: un chico de 15 años chocó contra dos autos mientras escapaba. Y por poco, no terminó en tragedia.

