A veces, el silencio en una escuela dice más que los timbres, que las voces en los pasillos o el bullicio del recreo. Desde el 14 de abril, la escuela Petrona de Adami permanece en una especie de pausa forzada. En sus aulas no se dictan clases, y los bancos vacíos son el eco de una protesta que crece en firmeza.
En asamblea, los docentes del establecimiento decidieron continuar con el quite de colaboración, una medida que iniciaron hace ya más de dos semanas. La decisión no fue improvisada. Es el resultado de años de reclamos sin respuestas y de una situación laboral que, según denuncian, rayana en lo indigno: la mayoría trabaja sin relación de dependencia, y debe facturar como monotributista para cobrar sus sueldos.
“Pedimos algo básico: que nos reconozcan como lo que somos, docentes”, dice una profesora que lleva más de ocho años dando clases sin estabilidad. La historia se repite en casi todos los pasillos del edificio: profesionales con años de formación, trabajando bajo contratos irregulares, sin aportes ni derechos, en un limbo administrativo que parece hecho a medida del desgaste.
La protesta, sin embargo, no solo la protagonizan los trabajadores. También la sienten los más de 2.000 estudiantes que, desde hace semanas, no pueden asistir a clases. Para muchas familias, la escuela Petrona de Adami no es solo un espacio educativo, sino un punto de contención social. La ausencia de actividad diaria altera rutinas, desorganiza hogares y, sobre todo, alimenta la preocupación de padres y madres que temen por la continuidad pedagógica de sus hijos.
Desde la institución, los directivos se muestran comprensivos pero limitados. “Compartimos los reclamos, pero dependemos de decisiones que se toman más arriba”, aseguran. Mientras tanto, los docentes resisten. Organizan reuniones, redactan comunicados, se turnan para custodiar el ingreso al edificio. Algunos incluso siguen preparando materiales de estudio para que sus alumnos no pierdan por completo el contacto con los contenidos.
Hasta el momento, no hubo respuestas oficiales. Ningún funcionario del área se acercó a dialogar directamente con los manifestantes. Los docentes exigen no solo ser escuchados, sino que se ponga fin a la precarización que arrastran desde hace años. “Somos educadores, no trabajadores descartables”, afirma otro docente, con tono firme pero sin rabia, como quien ya está cansado de gritar.
En el patio de la escuela, donde solían formarse los chicos por la mañana, hoy solo hay pancartas. Carteles hechos a mano que piden dignidad, respeto y trabajo formal. Y detrás de cada uno, una historia de esfuerzo sostenido sin garantías.
La lucha continúa, y el aula vacía se convirtió en el símbolo más potente de un conflicto que, más allá de las paredes de esta escuela, refleja una deuda profunda del sistema educativo argentino con quienes lo sostienen todos los días: sus docentes.

