Creado en 2017, el sistema nacional contra la tortura trabaja en silencio, entre cárceles, institutos y comisarías. Su tarea: vigilar lo invisible y exigir que los derechos humanos no se suspendan por una reja.
En un país donde la palabra “tortura” suele sonar lejana, anacrónica, casi incómoda, existe un organismo que la tiene en el centro de su razón de ser. Fue constituido el 28 de diciembre de 2017, en pleno cierre de año legislativo, como un espacio de monitoreo, control y seguimiento de todos aquellos lugares donde haya personas privadas de libertad.
Cárceles, comisarías, institutos de menores, hospitales psiquiátricos. Cualquier sitio donde el encierro pueda convertirse en escenario de violencia invisible. Allí apunta su mirada el Sistema Nacional de Prevención de la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.
Su función no es solo observar, sino articular y coordinar un entramado complejo, con actores estatales de todos los niveles: nacional, provincial y municipal. Es un órgano rector que propone, recomienda y empuja políticas públicas centradas en la prevención. Diseña acciones, sugiere directivas, emite criterios. Su voz llega a los ministerios, al Poder Judicial, a las fuerzas de seguridad.
Porque prevenir la tortura es también cambiar la cultura institucional. Promover el trato digno, incluso cuando las personas están bajo custodia. Que nadie, ni por un instante, quede fuera del alcance de los derechos humanos.