El aroma del pan recién horneado, que alguna vez fue sinónimo de barrio, rutina y sustento, hoy empieza a esfumarse de las calles del país. Desde la Cámara de Industriales Panaderos se encendió la alarma: más de 1.100 panaderías cerraron en todo el territorio nacional.

El dato que sacude con más fuerza a Tucumán: el 30% de esos cierres ocurrieron en el Norte Grande. Lo que antes era una economía estable, con recetas que pasaban de generación en generación, ahora cruje bajo el peso de tres enemigos invisibles pero letales: los altos costos de producción, la presión tributaria y el avance de la clandestinidad.

Desde el Centro de Industriales Panaderos de Tucumán no ocultan la preocupación. “Nos estamos quedando sin herramientas para sostenernos”, advierten. El precio de la harina, la energía y los alquileres sube mes a mes, mientras que las ventas caen o se estancan.

La competencia desleal también gana terreno. En cada barrio surgen hornos informales, sin controles ni regulaciones, que ofrecen precios imposibles de igualar para quienes trabajan en regla. “La clandestinidad crece porque la necesidad crece”, dicen desde el sector, con resignación.

Pero más allá de los balances en rojo, lo que está en juego es un entramado social que da trabajo, alimento y pertenencia. Cada panadería que baja la persiana deja detrás familias, oficios, madrugadas de amasado y una economía que, aunque pequeña, sostenía la rueda del barrio.

Por ahora, los panaderos piden alivio fiscal, medidas concretas y un freno a la informalidad. Mientras tanto, en muchas ciudades del norte, las estanterías vacías ya no son una postal de fin de jornada, sino el reflejo de un sector que no encuentra respiro.