En una salita modesta del oeste tucumano, una mujer de 24 años le da de comer a su hijo con la paciencia de quien aprendió que cada cucharada cuenta. Se llama Mariana. De chica, sufrió desnutrición. Hoy, vuelve a enfrentarla, pero desde otro lugar: como madre.
“No sabía si lo estaba alimentando bien. Acá me enseñaron a entender lo que necesita”, dice mientras acaricia el pelo del pequeño que duerme en su regazo. La escena ocurre en una de las sedes de Fundación CONIN Tucumán, donde cada historia tiene un punto de partida común: el hambre.
Según datos recientes de la Universidad Católica Argentina, el 35,5% de los niños en el país padeció inseguridad alimentaria durante 2024. Y Tucumán no es la excepción. Detrás de ese número hay cuerpos que no crecen, cerebros que no se desarrollan y familias enteras que luchan por romper un ciclo que parece repetirse.
“La desnutrición no solo es una cuestión de estómago vacío. Afecta la capacidad cognitiva, la atención, el aprendizaje. Y lo más difícil: muchas de las madres que hoy vienen con sus hijos también fueron niñas desnutridas”, explica una de las nutricionistas de CONIN.
La fundación no entrega solo alimentos. Trabaja con un modelo de abordaje integral, que incluye controles médicos, talleres para madres, educación nutricional, acompañamiento psicológico y, sobre todo, presencia constante. “No es dar algo y desaparecer. Es caminar con la familia todo el proceso”, señalan.
En los rincones donde el Estado no siempre llega, CONIN sostiene. Y lo hace con el apoyo de profesionales, donantes y voluntarios que entienden que la desnutrición no se cura solo con leche en polvo.
“La pobreza puede heredarse, pero también puede cortarse”, afirma el director del centro, con una convicción que se ve en cada rincón del lugar.
Mientras tanto, el país acumula cifras alarmantes. El informe de la UCA también revela que uno de cada diez chicos atraviesa inseguridad alimentaria severa: pasan hambre, literalmente. En muchos hogares, las madres dejan de comer para que sus hijos puedan hacerlo.
Pero en el corazón de esta crónica hay algo más fuerte que las estadísticas: el deseo de transformar esa realidad. Y eso, en los centros de CONIN, se siente en cada merienda compartida, en cada charla sobre lactancia, en cada niño que vuelve a sonreír.

