Por un escape de gas, una garrafa nueva explotó y desató el infierno. Cintia Sánchez, de 76 años, estaba dentro de su humilde casa con su esposo y sus tres hijas cuando el fuego los rodeó. No podían salir. Las puertas se trabaron. El humo, el calor, el miedo. “Fue desesperante. Estamos vivos de milagro”, dice hoy, parada frente a los restos calcinados de su hogar en Media Agua.
Ella, que se gana la vida amasando y vendiendo semitas, ya no puede trabajar. “Me quemé las manos intentando sacar la garrafa. Ahora no puedo hacer nada. Mis hijas pasan frío y no tienen donde dormir”, relata.
Las lágrimas se le escapan al recordar esa madrugada. “La garrafa era nueva, pero perdía gas. Con la casa cerrada, el gas se acumuló. Cuando se encendió el fuego, explotó todo. Los vidrios estallaron. Mi hija, con toda la fuerza del miedo, logró abrir la puerta y salimos. Pero ya era tarde, todo ardía”.
Hoy, la vivienda es inhabitable. El techo, a punto de desplomarse, cruje con cada ráfaga. “Me quedé a cuidar lo poco que nos quedó. Dormir acá es un peligro, pero no tengo adónde ir”.
Camas, ropa, comida, electrodomésticos, todo se fue en minutos. Solo se salvó la heladera. “Perdimos las sillas, las ventanas, el lavarropas, el televisor, el aparador… Todo lo que conseguimos con sacrificio”, lamenta. Su esposo es changarín y, con su trabajo, apenas sostenían el hogar.
“Mis hijas están en la casa de mi hermana. Yo me quedé para que no nos roben. Tengo miedo, pero no quiero perder más cosas”. La Municipalidad se acercó para evaluar los daños y prometieron ayuda, pero el tiempo apremia: el frío aprieta, y el miedo a que el techo se venga abajo crece.
Lo más duro, dice, no es lo material. Es ver a sus hijas llorar. “Lloran cuando ven cómo quedó la casa. Me duele el alma. Pero estamos juntos, y eso nos mantiene fuertes”.

