La llama encendida en Villa Urquiza no fue una más. En esta edición número veinte de la Noche Mágica de San Juan, el fuego no solo iluminó el cielo del barrio: encendió también la memoria colectiva, la tradición compartida y el espíritu comunitario de una celebración que nació como una simple reunión familiar y hoy es, sin dudas, una de las fiestas más esperadas del año.
A lo largo de la noche, el crujido de la leña ardiente se mezcló con los acordes de la música popular y los pasos de danza que los vecinos —grandes y chicos— ofrecieron como homenaje al ritual ancestral del solsticio de invierno. Familias enteras, amigos, vecinos de toda la vida y nuevos habitantes del barrio se congregaron en torno a ese círculo de fuego que cada año, como una promesa cumplida, vuelve a reunirlos.
Los más chicos corrían con antorchas de cartón y los ojos brillantes de emoción, mientras los mayores compartían anécdotas, empanadas y vino caliente, como si no hubiera pasado un año desde la última fogata. Todo sucedía en armonía, como si Villa Urquiza se transformara por una noche en un pueblo detenido en el tiempo.
“Lo que comenzó hace dos décadas como una pequeña reunión familiar hoy es una tradición que nos une”, dijo una de las organizadoras. “Cada año se suman más personas, y eso habla de lo que significa este encuentro para el barrio”.
Cuando la llama más alta se elevó hacia el cielo oscuro, no faltaron los aplausos ni los deseos en voz baja. Porque en la Noche Mágica de San Juan, el fuego no solo quema lo viejo: también renueva la esperanza de lo que vendrá.

