Guaymallén, Mendoza — Dentro de esa casa humilde del barrio Las Cañas, Adriana Suárez, de 40 años, esperaba. Sin resistencia. Sin fuga. Como si lo que acababa de hacer ya no le pesara más que lo vivido antes.
Confesó todo. Lo hizo rápido. Con palabras secas. “Lo maté. Quiso tocar a mis hijas. Lo maté con un hacha”, dijo. Luego explicó cómo había descuartizado el cuerpo de César Rodas (41) y lo había incinerado en la parrilla del fondo, ayudada por dos hombres: Marcelo Altamirano y Damián Contreras. Todos con antecedentes. Todos con un pie en la ley y otro en la violencia crónica de los márgenes.
Pero fue un excuñado quien primero encendió la alarma. A través de un mensaje de WhatsApp, Suárez le envió las fotos del cuerpo mutilado. No había gritos ni amenazas. Solo imágenes. Un cuerpo convertido en restos, quemado en partes, como si el horror necesitara prueba gráfica.
La policía irrumpió poco después. Encontró a Suárez con las manos manchadas de humo y las hijas —cinco niñas de entre 6 y 15 años— dentro de la casa. Algunas habrían visto todo. El crimen. El fuego. La descomposición humana transformándose en brasas.
Delito sobre delito
Adriana Suárez no era una desconocida para la Justicia. En 2012, cayó por robo agravado. Salió bajo prisión domiciliaria tras dar a luz. En 2014, una denuncia por amenazas la volvió a poner bajo la lupa. En 2019, junto a su expareja, irrumpió en una casa para robar y fue condenada a seis años de prisión.
Pero el Estado, otra vez, la envió a su casa. Pandemia, hijas menores a cargo, una lógica de excepción que se volvió norma. Y fue allí, en ese lugar donde se suponía que cumplía una pena, donde ejecutó uno de los crímenes más macabros del año.
La víctima, Rodas, era su inquilino. Según Suárez, intentó abusar de sus hijas. Esa, al menos, fue la explicación inicial. El relato aún debe ser corroborado. Pero la justicia ya anticipó que tanto Suárez como sus dos cómplices serán imputados por homicidio simple, una figura que prevé hasta 25 años de prisión. No hay menciones de legítima defensa ni de eximentes por ahora.
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Personal de Asistencia a la Víctima trasladó a las hijas de Suárez a la Oficina Fiscal. Allí, psicólogos y trabajadoras sociales del Equipo Técnico Interdisciplinario (ETI) comenzaron a trabajar con ellas. Estaban desorientadas. No lloraban, según contó un agente. Solo miraban.
Una de ellas, la más chica, repetía que “mamá lo quemó porque era malo”.
Esa escena —la más cruda— es la que quedará mucho después del juicio y la condena. No la sangre. No el crimen. Sino esa imagen silenciosa, de niñas criadas entre barro, delito y fuego.
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En Guaymallén, mientras tanto, la vida sigue. Pero algo se quebró en ese barrio callado, donde la parrilla dejó de ser sinónimo de encuentro para volverse símbolo de una barbarie que, como tantas otras veces, se cocinó a fuego lento y a la vista de todos.

