Lo esencial para entender las elecciones chilenas de este domingo es que la campaña fue colonizada por dos temas que dominaron el debate: seguridad y migración. Ambos desplazaron todo lo demás a la periferia. Aunque el corazón del asunto es aún más incómodo, porque Chile no vive ninguna emergencia delictiva ni migratoria proporcional al pánico que domina la discusión.

Lo que está en juego no es la realidad, sino la interpretación de la realidad. Es en esa grieta, entre los datos y el miedo, donde se está decidiendo el futuro del país.

Si bien en Chile hay delitos y presencia de bandas transnacionales, la percepción de amenaza supera ampliamente la evidencia empírica. Según distintos informes recientes, la tasa de homicidios sigue siendo baja en comparación con otros países latinoamericanos, situándose en torno a 3-4 por cada cien mil habitantes. Por ejemplo, Brasil tiene una tasa de alrededor de 21-24, Colombia en el orden de 25 y en algunas zonas de México los números están por encima de 25-30.

Lo cierto es que en estas últimas semanas los políticos no discutieron sobre el modelo tributario, ni el sistema de salud, ni el reciente fracaso constituyente. La campaña se ha organizado alrededor del temor. Ningún candidato ha logrado evadir ese marco. Todos prometieron orden. Todos prometieron control. Todos hablaron de delincuencia con un énfasis que, más que describir la realidad, capturó el estado emocional de un país donde el temor se volvió el idioma dominante.

En ese desfase -entre lo que ocurre y lo que la ciudadanía siente- la derecha corre con ventaja, como sucede siempre en cuestiones de seguridad. Ésta ofrece una respuesta rápida, con propuestas de orden, fronteras estrictas y mano dura, incluso si implica sacrificar matices democráticos. De esta manera gana tracción más allá de que los indicadores objetivos no muestren un colapso equivalente.

En estas elecciones, la derecha chilena no llega como un bloque monolítico. Es un ecosistema en tensión permanente con tres pulsos bien definidos. El conservadurismo ordenista de José Antonio Kast, que ofrece “restauración” y capitaliza la nostalgia por un país más previsible, funciona como el ancla simbólica del sector. Representa al votante que no quiere matices, quiere autoridad. Ya va por su tercer intento presidencial.

Luego se encuentra la irrupción radical de Johannes Kaiser. Muchos lo llaman “el Milei chileno” y él mismo se define como libertario. Se volvió un disruptor inesperado que opera como fuerza centrífuga: rompe el libreto tradicional, promete soluciones quirúrgicas y recortes inmediatos, y expresa un enojo social que no se siente representado por la vieja derecha institucional.

En medio de ambos orbitan otras figuras -como Evelyn Matthei o Franco Parisi–  que intentan recomponer el centro conservador, apelando a un electorado que quiere seguridad pero no está dispuesto a validar un salto al vacío. Aportan ruido y alteran el mapa, pero no logran liderar el relato.

Ese triángulo produce una dinámica que la derecha no pudo controlar del todo: compite contra la izquierda y contra sí misma. Esa doble competencia genera una volatilidad poco habitual en Chile. La primera vuelta deja de ser una instancia de selección ideológica y se convierte en una primaria nacional abierta. El ganador de este grupo no será necesariamente el más moderado, sino quien mejor lea el clima emocional del momento. 

El resultado de este domingo puede producir sorpresas, reordenamientos inesperados e incluso un balotaje donde la derecha llegue fortalecida o fracturada, según cómo decanten esas tensiones internas.

Del otro lado ideológico, se encuentra la candidata oficialista Jeannette Jara. Es la voz del gobierno en una elección donde el oficialismo llega desgastado. Es técnica, moderada, metódica. Ha intentado ofrecer un discurso de seguridad basado en coordinación estatal, sin atajos autoritarios. Pero arrastra un lastre simbólico: su pertenencia al Partido Comunista, que en sectores moderados despierta prevención y limita su capacidad de expansión electoral.

Su mensaje es sobrio, razonable, institucional. El contexto no.

Es Jara quien navega por su propia paradoja. Lidera la intención de voto para la primera vuelta, moviéndose en el rango del 26 al 30 por ciento, pero no encuentra el camino para ganar un balotaje. Todas las encuestas coinciden en lo mismo: contra cualquier candidato de derecha, Jara comienza en desventaja. No porque carezca de propuestas, sino porque su identidad partidaria funciona como una frontera simbólica para el votante moderado.

En tiempos de miedo, la moderación técnica pierde frente a la promesa de autoridad.

Una de las grandes sorpresas de este domingo podría ser el voto oculto. En un país con voto obligatorio desde 2022, millones de personas votarán por primera vez en años. Muchos no decidieron aún a quién apoyar, otros sienten vergüenza de admitirlo y algunos deciden en silencio a último minuto. Ese voto es un terremoto sin pronóstico: puede alterar el orden previsto, romper la ventaja del oficialismo o inflar la curva de un candidato que parecía marginal hasta la última hora del día.

Un punto decisivo será la configuración del Congreso. Chile podría estrenar un gobierno sin músculo político, obligado a administrar el país a punta de parches, concesiones incómodas y un tironeo institucional constante.

Si gana Jara, podría enfrentar un Parlamento con tendencia derechizada, capaz de congelar o vaciar cada una de sus reformas. Pero la inversa tampoco ofrece estabilidad. Un presidente de derecha también podría toparse con un Congreso fracturado y errático, donde ninguna coalición tiene mayoría suficiente y cualquier proyecto relevante se vuelve rehén de negociaciones imprevisibles.

En ambas hipótesis, el riesgo es el mismo, un Ejecutivo atrapado desde el día uno en un tablero sin mayorías.

Este domingo Chile vota por una promesa. ¿Quién le devolverá la sensación de control? La respuesta no es menor. Porque la forma en que se administre ese control -con reglas, con frenos o con atajos- definirá la calidad democrática de los próximos años.