El 16 de agosto, en Anchorage, Alaska, Donald Trump y Vladimir Putin hicieron algo más que posar para las cámaras: abrieron la puerta a un rediseño del mapa de poder global. Entre sonrisas y whisky, esbozaron un principio de acuerdo que podría cambiarlo todo: paz rápida, concesiones territoriales y un nuevo modelo de seguridad para Europa.
Pero el verdadero terremoto no fue esta cumbre sino lo que vino después. Tres días más tarde, en pleno agosto y con medio continente de vacaciones, los líderes europeos aterrizaron en Washington sin invitación previa. Macron, Scholz, Meloni, Rutte, von der Leyen, incluso el secretario general de la OTAN: todos abandonaron sus agendas para protagonizar lo que en Bruselas llamaron “Operación Casa Blanca”.
No fue un gesto de cortesía: fue un movimiento defensivo. La reunión entre Trump y Putin encendió todas las alarmas. Las sonrisas, las fotos, la sintonía pública entre ambos dejaron a Europa frente a un escenario impensable: que Estados Unidos y Rusia negocien el futuro de Ucrania sin contar con ellos. Así que hicieron lo único que podían hacer: arropar a Volodimir Zelensky, sentarse en la misma mesa y evitar que el republicano cerrara un acuerdo bilateral con Putin que los dejara fuera del tablero.
El mensaje fue claro: Europa no confía ni en Putin ni en Trump, pero necesita vigilar de cerca al norteamericano. Lo que pasó en Alaska demostró que el segundo mandato del magnate es distinto: más imprevisible, más transaccional y menos comprometido con la OTAN. En la práctica, los europeos no se apersonaron en Washington para pedir ayuda. Fueron a asegurarse de que el líder republicano no los traicione en vivo.
No fueron a negociar. Fueron a no quedar fuera del tablero ante lo evidente: Europa no lidera, reacciona. Los 27 están en modo contención, no en modo estrategia.
Para Putin, la paz es un disfraz. Su objetivo real está clarísimo: consolidar el control del Donbás, asegurar la franja de acceso a Crimea y, sobre todo, probar que Occidente no puede defender a Ucrania. El Kremlin quiere un documento firmado que reconozca -explícita o implícitamente- que Rusia se queda con lo que tomó.
Pero no es solo territorio. Putin quiere garantías de que Ucrania no entrará en la OTAN, de que su ejército será limitado y de que cualquier futura ayuda militar de Occidente pase por un sistema de veto donde Rusia y China puedan bloquearla. Lo que se discute en privado es, básicamente, una Finlandización de Ucrania: un país amputado, neutralizado y sin proyección estratégica, reducido a un cinturón de seguridad para Moscú.
Por eso el Kremlin presiona ahora. Mientras Trump juega a mediador, las fuerzas rusas avanzan en Donetsk con tácticas quirúrgicas, infiltrando microgrupos y usando enjambres de drones. Ganan metros, no kilómetros, pero en las negociaciones esos metros pesan toneladas. Hoy, Rusia controla cerca del 70 por ciento del Donbás. Y cada centímetro ganado fortalece su posición en la mesa.
Para Zelensky, esta guerra no es negociable: es existencial. Ucrania no solo defiende su territorio. Defiende su supervivencia política y la idea misma de que un país soberano pueda elegir su futuro. Por eso exige garantías de seguridad equivalentes al Artículo 5 de la OTAN: un compromiso escrito de que cualquier nuevo ataque ruso activará una defensa conjunta.
Pero está atrapado. Los europeos lo aplauden en público, pero no pueden comprometerse a un paraguas de defensa automática sin Estados Unidos. Y Estados Unidos, bajo Trump, no promete tropas en suelo ucraniano. A cambio, ofrece “coordinación”, drones, misiles Patriot y cazas F-35 desplegados en Rumania. En otras palabras: apoyo sí, blindaje no.
El mandatario ucraniano lo sabe. Por eso repite en privado lo que no puede decir en público: si cede el Donbás, no solo pierde territorio, abre un corredor directo para que Rusia presione Járkov y el Dniéper. Ceder hoy, dice Zelensky, es invitar a Putin a volver mañana.
Mientras que el objetivo de Trump no es diseñar un orden de seguridad sostenible: quiere el acuerdo, la foto, la narrativa. El resto, que lo financie Europa. En Alaska, Putin lo convenció de algo crucial: sin concesiones territoriales no hay paz posible. Y el norteamericano salió de esa reunión repitiendo la idea.
La escena en la Casa Blanca fue casi teatral. Líderes europeos que durante años veían a Trump como una amenaza para la OTAN ahora compiten por su atención. Aplauden en público, sonríen para la foto, celebran en redes. Pero detrás de la sonrisa hay pánico: saben que el norteamericano es capaz de cerrar un gran acuerdo con Putin si eso le da la imagen de pacificador global.
Y saben que, si no se alinean, Washington puede dejarlos solos frente a Moscú. Por eso aceptan lo impensable: cazas estadounidenses en Rumania, bases conjuntas, contratos récord de armas norteamericanas. Europa aplaude, pero la factura llegará con intereses.
Lo que se negoció en Alaska primero, y luego en Washington no es solo el futuro de Ucrania, es el orden global. Si Trump congela la guerra y legitima las conquistas rusas, Putin demostraría que invadir funciona, Europa perdería autonomía estratégica y Ucrania quedaría mutilada y vulnerable. No sería el fin del conflicto, sería un alto el fuego rentable para Moscú: el Kremlin obtendría con una firma lo que no logró con tres años de guerra abierta.
Si esto ocurre, los titulares hablarán de paz. Aunque la realidad será otra: Trump negoció un acuerdo que redefine quién manda y quién obedece.
Lo cierto es que si Putin se queda con el Donbás y el republicano lo vende como victoria, el mensaje al mundo será claro y brutal: la fuerza paga, la democracia es negociable y Occidente no tiene plan.

