En París, las fuerzas de seguridad desplegaron un amplio operativo para impedir cortes en el Boulevard Périphérique, pero barricadas y piquetes lograron interrumpir momentáneamente el tránsito en accesos clave como la Puerta de Bagnolet y la Puerta de la Chapelle, provocando embotellamientos. Hasta media mañana se registraban 75 detenidos en la capital y alrededores, según la Prefectura.

Las protestas se replicaron en Lyon, Marsella, Rennes y Nantes, donde hubo choques entre manifestantes y fuerzas antidisturbios. En Rennes, la policía recurrió a gases lacrimógenos para dispersar a los manifestantes que bloqueaban una autopista. En Marsella, los cortes afectaron tanto a rutas principales como a la red de tranvías, mientras que en Lyon la autopista M7 quedó paralizada en la zona de Perrache.

La movilización ocurre en un contexto de inestabilidad política, tras la salida de François Bayrou como primer ministro y la designación de Sébastien Lecornu, ex ministro de Defensa, al frente del gobierno. El relevo ministerial, sumado al rechazo social a los recortes, ha potenciado la protesta callejera.

El ministro del Interior, Bruno Retailleau, aseguró que detrás de la radicalización de las manifestaciones se encuentra la influencia de La Francia Insumisa (LFI). El funcionario encabezó personalmente operativos de seguridad y advirtió que la escalada podría derivar en acciones aún más intensas.

El dispositivo policial es inédito: 80.000 agentes fueron desplegados en todo el país para garantizar la circulación y la operatividad de infraestructuras clave. Pese a ello, incidentes como el incendio de cables eléctricos en Toulouse —que interrumpió el servicio ferroviario hacia Auch— evidenciaron la fragilidad de la situación.

Francia se enfrenta así a una prueba de fuerza: de un lado, el Ejecutivo que impulsa su plan económico; del otro, un movimiento social capaz de paralizar la actividad nacional. El desenlace de estas protestas podría marcar el rumbo inmediato de la política francesa y su estabilidad frente al mundo.