Su investigación se centra en dos estructuras clave: la amígdala, encargada de procesar emociones intensas y peligros inminentes, y la corteza prefrontal, responsable del razonamiento avanzado y la toma de decisiones. En un cerebro sano, estas zonas se equilibran: la amígdala alerta eventos adversos, y la corteza prefrontal los evalúa y responde de manera adaptativa. Pero en casos de ansiedad o TEPT, ese equilibrio se rompe: la amígdala sobreactiva domina y la corteza prefrontal se apaga, provocando reacciones desadaptadas.

Un rasgo distintivo de su enfoque es la integración de la inteligencia artificial al estudio cerebral. Las técnicas de IA permiten analizar datos neuronales complejos (como los patrones espacio-temporales de actividad cerebral) a una escala antes inimaginable, ayudando a revelar códigos del aprendizaje y la memoria en situaciones normales y patológicas.

Paz también subraya que la influencia de la neurociencia en los orígenes de la IA es profunda —desde las redes neuronales artificiales—, y que aún hoy el cerebro supera ampliamente en eficacia a las máquinas.

Mirando hacia adelante, anticipa aplicaciones revolucionarias: sistemas que “modulen la actividad cerebral en tiempo real”, facilitando la recuperación de los mecanismos adaptativos del organismo en condiciones de ansiedad o estrés postraumático. Imagina una relación interactiva entre cerebro y máquina, donde ésta estimularía respuestas apropiadas y favorecería procesos de recuperación.

Más allá del diagnóstico temprano, el desafío es lograr intervención íntima, “como tocar un piano neuronal…” —dice Paz— una aspiración que, aunque suene futurista, está más cerca que nunca.

Finalmente, reflexiona sobre el valor de la curiosidad científica, especialmente en las nuevas generaciones. Resalta la naturaleza multidisciplinaria de los jóvenes investigadores: “Saben de IA, física, psicología… no son especialistas rígidos sino mentes amplias que eligen dónde aportar”, concluye